"Compro ego al por mayor"
- elisalieber4
- 30 sept
- 3 Min. de lectura

Hace un tiempo llamé a una personalidad para invitarla a un debate. Me atendió y, sin filtro, me soltó: “No, gracias. Los otros invitados no están a mi altura”. Literal. En mi cabeza empezaron a rebotar preguntas: “¿Quién te creés que sos?”, “¿A quién le ganaste?” y, sobre todo, “¿dónde venden esas dosis de autoestima?” Necesito mil pastillas de ese ego con entrega inmediata. Confieso que lo envidié: me gustaría andar por la vida con la seguridad de ese señor (prometo que si leen hasta el final, les cuento quién es).
Yo, en cambio, dudo hasta de las comas. Antes de postear un texto o un video, me quedo cinco minutos mirando el botón de “publicar” como si fuera el interruptor rojo de una central nuclear. Pienso “no está tan bueno”, “seguro alguien ya lo hizo antes”, “hay gente menos obvia, más honda, más capacitada…”. Entonces, se lo mando a una amiga que me contesta: “Me encanta, me dejó pensando”. Y yo, en vez de agradecer, la desarmo con mi arsenal de sospechas: “¿Me lo decís porque me querés?”, “escribo porque me divierte”, “esta vez estaba inspirada”.
A veces me pregunto por qué no me permito un delirio de grandeza, aunque sea fugaz. Quizá es porque me cruje el perfeccionismo. Soy más cruel conmigo que con cualquier otra persona. En mi tribunal interno me tocan todos los roles: fiscal, jurado y verdugo. Además, soy mujer: me criaron con la herencia de desconfiar de mi capacidad frente a cualquier varón con gesto seguro. Y, para colmo, soy uruguaya: me corre la modestia por las venas. “No, muchacha, si acá todas somos iguales”. “No te agrandes que te conozco desde chiquita”. “Tranquilita por las piedras” (léase con el tono de nuestro presidente).
A todos estos argumentos se suma la inseguridad del exhibicionismo digital. Vivimos en un mundo que ostenta éxitos como si fueran la única foto posible. Las derrotas se borran, los intentos no se postean, y así parece que hay muchas personas que están un escalón mejor preparadas, más lúcidas, más productivas.
En este punto, quienes sigan leyendo (si es que no se aburrieron) estarán pensando: “Ay, pobre, sufre el síndrome de la impostora”. Esa sensación de estar siempre de prestado, convencida de que mis logros son un golpe de suerte que no merezco. Un club donde me siento muy bien acompañada. ¿Pueden creer que la mismísima mujer témpano, la ex canciller Angela Merkel, admitió haberse sentido así? Si ella dudaba, ¿cómo no voy a dudar yo? Sería casi una falta de respeto no hacerlo.
Pero ojo al piojo: el dichoso síndrome también me sirve de escudo, que disfrazo con frases de filosofía zen como “no quiero ese trabajo porque no es mi objetivo”, “no necesito tanta exposición”, “me gusta más vivir tranquila”. Parece noble, pero muchas veces es más fácil venderme a mitad de precio que jugarme y salir lastimada. Para no equivocarme, mejor no exponerme, quedarme tranqui tomando mate y comiendo baguette con salame. Y convencerme de que elegí la calma cuando, en realidad, me ganó el miedo al fracaso.
Pero aquí viene la parte más incómoda y más divertida: la gente no espera ni el 1% de lo que yo espero de mí. ¿Duele? Sí. ¿Libera? También.
Así que llegó la hora de venderme un poquito (solo un poquito, porque tampoco es mi estilo andar por la vida como folleto ambulante). Creérmela lo justo y necesario, y sobre todo aceptar un halago sin revisarlo con lupa. Usar la táctica de una amiga: “fake it till you make it” (finge hasta lograrlo). No es una pócima mágica, pero sirve para confiar en una misma y ser honesta con mis deseos.
Ta, ya sé, es obvio que a ninguna le interesa lo que escribí: todas llegaron hasta acá solo para saber quién fue el agrandado que me rechazó. Sólo les voy a decir que es un impostor con alto marketing, pero no les puedo dar el nombre porque necesito conservar mi trabajo, y si me echan, a pesar del camino recorrido, tengo que volver a convencer al mundo -y a mí misma- que sé caminar.
Y no, no escribo esto para que me digan “wow, eres tan brillante” (aunque si quieren dejar su comentario y su emoji de aplauso, jamás le haría asco), ni tampoco para que me consuelen. No estoy traumada (para tranquilidad de mis padres). Recuerden que no me tomo muy en serio, soy una “parodista”: la parodia de mi yo periodista. O quizá me autodenomino así por si no doy con la talla. Porque si fallo, siempre puedo decir: “ay, pero si estaba jodiendo”.
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