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"Dividir la cuenta y otros deportes de riesgo"

  • elisalieber4
  • hace 6 días
  • 3 Min. de lectura

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“¿Cuándo nos tomamos un café?”, me preguntó un escritor argentino instalado en Montevideo. El encuentro nació como tantos otros que quedan en promesa, hasta que un día: “Che, ¿mañana podés?”. “Dale, 15:30 en el café…” (por canje de publicidad, escribir por privado). A los minutos estábamos comparando costos de vida: “Este país es imposible de caro”, dijo para sorpresa de nadie. Tres segundos después celebraba lo predecible de estas tierras, el aire sin tensión. Le conté una perlita: en mi última visita a Buenos Aires, una taxista me preguntó: “¿Sos peronista o mileísta?”. Respondí: “Yo, uruguaya”. Si era “kuka” (kirchnerista), me tenía que bajar del auto. Mi amigo se rió resignado. Y así seguimos hablando de libros, política y pavadas.


Cuando vino el mozo, sacó la billetera (tranquis, no fue un gesto patriarcal). No hubo ceremonia ni ese ballet incómodo del “¿dividimos?”, “dejame a mí”, “no, por favor, no corresponde”. Volviendo a casa, le mandé un mensaje a Javier Schurman (lo nombro porque pagó) y le dije: “Me encantó reunirme con alguien que no me ofreció, ni pidió nada, ni viceversa”. Un lujo: charlar sin segundas intenciones, sin estrategias, sin cuentas pendientes.


Hoy la generosidad desinteresada escasea y los cálculos abundan. Cada movimiento esconde un objetivo implícito. Te hacen un favor y ya estás descontando la tasa de reciprocidad, el plazo para devolverlo, el interés acumulado. Te reunís con alguien y hacés un excel con columnas: recibido / programar devolución / hacer balance.


Están las personas que dividen la cuenta como si fueran auditoras del FMI: “vos tomaste un agua con gas y yo no comí postre”. Las que te halagan aunque siempre encuentran el “pero” que anula todo. Aquellas que llevan a la cena unas galletas que ni a ellas les gustan. Y las que jamás tiran buena onda porque podría afectar su coolness o su ego.


Y, por suerte, están las otras. Las que te cocinan tu comida favorita cuando estás enferma. Aquellas que te mandan un mensaje a las siete de la mañana que dice “te extraño”. Las que eligen un regalo pensando en vos y no en el descuento; te acompañan al médico por si hay malas noticias; se quedan calladas para que la otra sea protagonista; te corrigen un texto como si fuesen editoras profesionales. Y están esas que te abrazan fuerte y te dicen “todo va a estar bien”.


Obvio, yo no soy ningún ángel: también mido, calculo y me enrosco (como queda evidente en los párrafos anteriores). Me enojo porque alguien no hizo algo que yo esperaba. Y otras veces, directamente, sufro de pereza empática: me da fiaca llamar a tal o cual persona, aunque sé que lo necesita. No soy la Madre Teresa en versión yorugua ni Heidi paseando con un canasto de flores. Tampoco propongo salir a repartir afectos como si fuésemos próceres de la bondad. Me da sarpullido el “amiga, sos lo mejor que le pasó al mundo” en versión acaramelado el pop. 


Crecimos en un mundo con regla y factura, convencidas de que todo debe tener comprobante: el amor, la entrega, hasta la paciencia. Nos criaron con la calculadora afectiva en la mano, como si la vida fuese una Eliminatoria eterna. Y así andamos, mirando de reojo, con miedo a que nos tomen por ingenuas si pecamos de generosas. Lo curioso -y lo aprendí de una gran amiga- es que justamente la ternura y la generosidad son lo que nos permite ir más ligeras, más livianas. Y sí, parece obvio. Pero si necesito escribirlo, es porque, al menos para mí, no lo es tanto.


Y ya que hablamos de mercantilización sentimental, aclaración urgente: cuando digo generosidad no hablo de dinero, ni de pasar la tarjeta. Hablo de tiempo; de alegrarte por la alegría de la otra; de compartir conocimiento y reconocimiento. De tener un gesto porque sí. En un mundo que insiste en convertir cada vínculo en transacción, lo verdaderamente radical es ofrecer sin cálculo. Y aceptar que quizás ahí, en lo que no se puede medir, aparezca lo que nos sostiene: la revolución del cariño.


Debería cerrar con la frase anterior, con aire grave y tono de moralina, pero confieso que ando necesitada de afecto (nada como victimizarse) y me vendría bien que me preparen un buen mate, me manden salame para la baguette y, de paso, compartan esta columna con todas sus conocidas. Serán ampliamente recompensadas. Quizá hasta las nombre en la próxima.


 
 
 

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